THE LESBIAN SISTERS

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Fotos de Eugenia Gusmerini

jueves, 27 de enero de 2011

La carta de Elena


Todo se fue al carajo cuando murió Elena. Los novios y las novias pasan, pero las amigas son esenciales, para siempre. Al menos eso pensaba yo. Me tuvieron a base de diacepán más de tres meses. No podía vivir la realidad. Aún así la llamaba a casa y le dejaba mensajes en el contestador automático y esperaba que me contestara. Y cuando no lo hacía, volvía a llamar y le echaba una bronca tremenda, dolida por su ausencia. Porque al principio no fue el dolor, fue el enfado monumental por haberme abandonado. Al diacepán siguió el tabaco y el alcohol. Bebía y fumaba mucho. Seguí de baja más de seis meses jugándome el puesto de trabajo, pero todo me daba lo mismo.
Elena, no puedo entender qué te he hecho. Por favor, llámame, tengo tanto que decirte... Y no quiero que se me olvide. Necesito tu risa. Un beso – ese fue el mensaje que inclinó la balanza al sentimiento de duelo por la pérdida.
La depresión no se hizo esperar. Si me hubiera muerto, hubiera sido feliz, me hubiera reunido con Elena y nos hubiéramos reído del purgatorio o nos hubiéramos ligado ella a un diablo y yo a una diablesa y el mundo hubiera vuelto a tener sentido.
Mi novia empezó a dar muestras de cansancio. Se alejó paulatinamente de mí, pero yo estaba demasiado ocupada en mí misma como para darme cuenta de que Rebeca se había hartado de esta situación de pena. Cuando me quise dar cuenta, se sentó enfrente y me explicó que ya no sentía lo mismo y que necesitaba tiempo para pensar alejada de mí. Se fue y no volvió. Yo abrí una tableta de diacepán de cinco miligramos y me tomé uno sin parpadear.
El psiquiatra me recomendó terapia de grupo con personas que habían perdido un ser querido porque creía que compartir experiencia similar con otros afectados me haría bien. Me advirtió que el diacepán es adictivo y que pronto debería reducir las dosis si no quería engancharme. Realmente me daba igual, en esos momentos tenía varias adicciones, pero sobre todo una: la ausencia de Elena.
En la terapia un hombre, Juan, había perdido a su hijo adolescente en un accidente de coche; una mujer, María, había perdido a su marido buceando y nunca se había encontrado el cuerpo; una adolescente callada que movía mucho los dedos de la mano derecha, me enteré al cuarto o quinto día que su gemela se había caído por un precipicio cuando tenían diez años y apenas hablaba; en general era gente jodida, como yo. Nunca nadie sonreía, sólo la psicóloga que manejaba las sesiones de tanto en tanto intentaba animar discretamente la dinámica del grupo.
Al mes o mes y medio de asistir a estas sesiones, apareció una chica bastante alta y delgada, con una nariz prominente y unos ojos un tanto saltones que parecían risueños. Caminaba un poco encorvada y su halo de tristeza era fácilmente reconocible. La psicóloga la hizo presentarse y dijo que se llamaba Lourdes y que había perdido a su perro. Inmediatamente todos la miraron con desprecio, ¿qué coño estaba haciendo allí? Pero a mí me hizo gracia y no pude evitar sonreír. Al verme, Lourdes hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
Ya sé que aquí todo el mundo ha perdido un ser humano, pero mi perro era todo lo que yo tenía en la vida, llevaba conmigo quince años y no soy capaz de superarlo sin ayuda. Por favor, no se rían de mí.
Desde que Lourdes llegó al grupo, iba más animada. Una tarde le pregunté si le apetecía tomar un café. Su carácter afable la hizo aceptar. Fue así como comenzamos una amistad que fue creciendo en intensidad. El psiquiatra me fue retirando las dosis de diacepán y ya sólo bebía en ocasiones especiales, sobre todo cuando estaba con Lourdes. En la primera cena, no sé cómo sucedió, pero reí, reí con fuerza y no me sentí culpable. Sentí a Elena dentro de mí y supe que nunca se iría, pero ahora debía vivir.
Nos enamoramos. La llevé al cementerio, a la tumba de Elena. Sé que no es un lugar para llevar un amor, pero Lourdes comprendió. Lourdes comprende siempre. De algún modo, necesitaba presentársela a Elena. Volví al trabajo y la vida empezó a ser normal.
Una mañana recibí una carta certificada. Era de Elena. El estómago me dio un vuelco. Casi me mareo. Se debía haber encallado en alguna estafeta. Elena sabía que se moría y me había escrito aquella carta. Me pedía por favor que no le guardara mucho luto, que viviera, que si no lo hacía, ella no podría descansar. Guardé la carta en la mesita de noche y pensé que aunque hubiera recibido la carta justo después de su muerte, todo hubiera sucedido igual. Y me alegré, porque el correr de acontecimientos me habría llevado a Lourdes igualmente.

6 comentarios:

Eva Hibernia la peregrina dijo...

me ha gustado mucho. un beso

Laura Freijo Justo dijo...

Gracias, Evita! Besos!

minamyk dijo...

No se porque pero me evoca una frase de Hicth q dice q La vida no se mide por las veces que respiras, sino por aquellos momentos que te dejan sin aliento.... es muy interesante Paula, gracias por compartirlo.

Laura Freijo Justo dijo...

Gracias por tu comentario, Minamyk, pero esto sólo es un relato de ficción que pretende atrapar un cachito de vida. Me gusta que te haya gustado. Un saludo!

Paco Muñoz dijo...

Que historia tan hermosa, lo es tanto que parece que es real y como tal me la voy a tomar. Así que sepas que creo es verdad sin lugar a dudas.
Te felicito. Me imagino un corto cinematográfico con ella. Sería para premio de cualquier certamen, aunque habría de cambiarse la c y n de diacepán por una z y una m. Perdona pero es que yo lo he tomado alguna vez, y me creo dudas su lectura. Es broma.

Felicidades.

Laura Freijo Justo dijo...

Muchas gracias por tus palabras de aliento, Paco