Nunca lo otro, ese monstruo, había sido tan gigantesco como en nuestro presente porque nunca antes había sido tan fríamente indiferente a nuestras desamparadas jaulas domesticadoras.
Rafael Argullol
Horror y amor en castellano suenan muy
parecido. Ambas son palabras que definen nuestra especie. A veces del
horror se va al amor, otras del amor al horror.
Mientras el horror suscita fascinación por cuanto no logramos comprender y encierra misterio,
el amor, cuya comprensión sobrepasa el intelecto, solo genera
fascinación mientras es imposible. El amor posible, sea del
género que sea, no tiene por qué ser romántico, lo que proporciona es calma, paz.
Al navegar por internet en busca de los
orígenes de John Snow, encuentro un artículo donde Amnistía
Internacional respondió a algunas quejas sobre el exceso de violencia es constante y forma uno de los núcleos
de fuerte adicción del espectador, pues genera sed de justicia, entre otras cosas;
Aministia Internacional alegaba que la realidad, como siempre, supera
la ficción. Tortura, asesinatos, violaciones, incestos, mutilaciones
y demás barbaries que no suenan a la Edad Media, conviven con
nosotros. Más cerca o más lejos, nos rodean.
Hace unos días se cumplieron diez años del día en que chica austríaca Natasha Kampush, secuestrada por un monstruo que la mantuvo
prisionera en un sótano desde la infancia hasta la juventud, logró escaparse. Natasha Kampush ha heredado la casa de su secuestrador y espera a que las autoridades le permitan convertirla en una casa de acogida para refugiados. Ese es su deseo.
En el artículo donde encuentro el nombre de la chica
austríaca aparecen un montón de casos de 'monstruos Amstetten'.
Padres que violan y abusan de sus hijas con las que procrean otros hijos e hijas durante
años y el silencio los ampara. A veces pienso qué se esconde tras la puerta de nuestros vecinos o en la puerta que nos abre a la historia de nuestros ancestros.
Mandy Patinkin, el actor norteamericano
que siempre recordaré como el entrañable Íñigo Montaya de La
princesa prometida, que fue durante dos temporadas Jason Gideon, en Mentes Criminales, declara que dejó la serie porque le
manchaba el alma, tantas violaciones, asesinatos, tanto horror. Ahora
protagoniza Homeland, donde el horror es distinto, siempre nos consuela creer que podemos combatir el mal que generan las ideas, pero aceptar que el mal existe pues forma parte de la naturaleza depredadora de la especie, es muy difícil de digerir. El horror
del mal en su estado puro es el horror que nos persigue en nuestras
peores pesadillas. A pesar de que Mentes Criminales ha
cambiado algunos de sus personajes más emblemáticos y lleva doce o
trece temporadas en antena, el estreno del primer capítulo de su
última temporada volvió a ser récord por encima de otras series
que quizás albergan más pedigree.
El impacto generado por las imágenes del niño
Omran nos llega al alma de tal manera que es como si una estalactita
se clavara para siempre en nuestro pecho convirtiéndonos en
caminantes blancos incapaces de compasión con nuestros congéneres.
Omran, impávido ante el horror del polvo de destrucción que lo
rodea, no muestra ninguna emoción. Quizás esté vivo, quizás
respire, pero la muerte reina.
Aunque queramos dejar atrás las
imágenes del horror, siempre nos acompañan. El sufrimiento de los
otros nos llega aunque no veamos sus rostros, su mirada, su ropa, las
ruinas de sus casas.
El alma colectiva del ser humano tiene una
herida que horada nuestra conciencia y nos enferma.
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