Vivir
implica una melancolía extraña, limítrofe con la tristeza que
queda tras un dolor ardiente. Un perfume invisible que nos acompaña
en silencio hasta que una flor marchita, una mano agitándose en una
estación de tren, un caminar familiar con el que nos cruzamos, una
mirada perdida, nos conecta con esa profunda raíz nacida en el
campo de la memoria que nos enlaza con nuestra existencia como
especie. La tragedia tranquila del mandato de vivir lleva implícita
esta melancolía.
Puede atacar a traición, sin causa, ni objeto, ni
beneficio. Somos unos bichos raros que podemos echar de menos gentes,
cosas, experiencias que jamás hemos vivido. Recordar escenas que
solo forman parte del anhelo de nuestra imaginación o de historias que nos han contado, ansiar hechos
que ignoramos serán propicios para nuestra trayectoria como persona.
Para llegar a esa melancolía no es necesario hacer nada. Un día
aparece. Luego se va. A veces regresa. Está. Es. Convive dentro de nosotros.
Es ésta una melancolía conectada directamente con la despedida. Llega un
momento en que sabes que debes decir adiós a aquel hábito, aquella
costumbre, aquella cosa o aquella persona que ya no debe seguir en el
mapa de tu ser, de tu estar. La ley de la vibración poética del tiempo, así lo
pide, lo exige. Acontece entonces una aceptación natural, exenta de
esforzadas resistencias. La rendición al camino. Y es en la
rendición donde esta melancolía te abraza y se va. Como si te diera
la bienvenida a una nueva dimensión de la realidad.
Justo
antes de comprender esa crucial transición, sabes que hay que decir
adiós. Bendecir ese umbral con otra melancolía, la del corazón.
Esa melancolía que ama todavía el reflejo de aquello que fue y sin
embargo sabe también que hay que zarpar. De ahí que haya tránsitos
en la vida en los que es tan importante saber despedir como dar la
bienvenida.
El
curioso caso de Benjamin Button
es una película que amo. Cada vez que la veo, algo profundo me
trasciende, me conmueve en mis adentros con la flecha herida de la
vida efímera. Creo que la historia de amor entre Benjamin y Daisy
define la melancolía del ser humano como especie. De una manera tan
sencilla como segadora, irrefutable. El tiempo del paradójico
posible/imposible vivir por
vivir,
amar por amar,
trasmite magistralmente el teorema básico de nuestro discurrir
habitual: nacer, crecer, madurar, envejecer, morir. En su anverso y
su reverso.
La
secuencia del último encuentro entre los amantes tras algunos años
de ausencia, la despedida en esa habitación de hotel, cuando Daisy
encara ya el final de la madurez y Benjamin está a punto de hacer
frente a la adolescencia, me despierta una compasión infinita.
Consigue que comprenda sentidos últimos que no sé explicar. Que no
hace falta explicar.
El
momento Benjamin Button es
ese momento en que decimos adiós con amor, con aceptación total de
la vida que nos ha sido dada, para emprender la verdad definitiva de
la propia vida. Con humildad, con melancolía de vivir. Pues
todo pasa y nada queda, mas nuestro destino es pasar.
Todos sabemos
hacia dónde viajan Daisy y Benjamin.
Cuánto amor
en Daisy.
Cuánto
amor en Benjamin.
Cuánto amor
en esa película.
Cuánto
amor en la vida.
Cuánto
amor en las despedidas.
Cuánto
amor en las bienvenidas.
Cuánto
amor hoy, mañana y siempre en esta melancolía infinita, hermosa que
tiene el vivir humano cuando se acepta el ínfimo tamaño de la propia vida.
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