El tiempo pasa y tu niña interior ya
no cruza las piernas de esa manera.
Quizás tenía pipí y me lo aguantaba.
Ahora soy inmensamente más grande que
en esa tierna foto.
Soy una madre que camina para ser
abuela, todavía sin hijos. Ya sin hijos.
Lo vivo bien. Le estoy agradecida a mis
compañeras. A todas las mujeres del mundo.
El camino de romper de papelitos a
veces se tropieza con fotos en blanco y negro.
El aniversario del 92 coincide con
malos tiempos para la lírica de las fotografías.
De nuevo mi mirada choca con los
cadáveres del Mediterráneo.
Los cánticos de los muertos silban en
nuestras conciencias. Oigo a Valentina cantando en Mara Truth,
oigo a través de ella todo el dolor y el lamento del Mare Nostrum.
Madre mía, madre mía.
Escribimos los derechos humanos pero la
palabra no basta aunque se necesite tanto.
El silencio de la experiencia alumbra
los caminos.
Las nietas de la Paquita están hoy
especialmente guerreras. Cuanto más gritan, más vida desplazan
hacia mi piso. Luego Mario silba mientras cocina. Todo normal, lo de
cada día.
También los pájaros.
De pronto, uno de mis pensamientos
recurrentes. El mundo occidental como el gran hospital. Antes fue el
teatro del mundo, pero ahora quien no tiene una cosa, se le revela
otra. Joder, esto no es el enfermo imaginario. Luego, el siguiente
pensamiento recurrente, claro, cómo vamos a estar sordos ante el
dolor que nos rodea, que nos llega.
Redefiquizo un poco a lo largo
de la mañana y sigo con Patti Smith. Caigo en la cuenta que siempre
le pongo la y griega y es i latina. De nuevo, la
historia de la performance de Marina Abramovic cuando se puso
a disposición del público y demostró algo que todos sospechamos,
que a poco que permitas la invulnerabilidad del individuo, éste se
cree omnipotente y daña al otro, a la otra subiendo intensidad a
medida de la impunidad que lo ampara, sin miramientos. Qué espanto.
Miro la fotografía en blanco y negro y
le digo a esa niña que la amo. Que me sabe mal no haber cumplido
alguno de sus sueños pero que a veces los sueños solo son para
soñarlos porque la realidad no siempre confirma que fueran
necesarios. Que todo está bien. Que hoy la noto más contenta aunque
la tristeza siga ahí.
Escribo una pieza bárbara corta, de
esas que pretenden la no autocensura. Oigo un eco de risa y me digo,
sí, se titula La risa de Ayax.
Mariano Rajoy declara y Puigdemont dice
que no acatará la inhabilitación, en el caso de que suceda. Ahora,
si me dicen que Rajoy visita la Catedral de Toledo y Puigdemont
aprende un nuevo paso de sardana, también estoy dispuesta a
creérmelo. Otro día explico por qué no voy a votar si es que hay
referendum. Me harán un favor si al final no es legal. Me alivia no
votar. A quién le importa si no voto, en el fondo.
Siento que he pasado de sentirme joven
y prepotente a sentirme adulta y postimpotente.
Leo con años de retraso Indignaos,
que ahora podría ser Indignaros, y me doy cuenta de que el
panorama ha cambiado poco. Nada.
Suerte que al final siempre se me
ocurre pensar que hay manos y corazones que, aparte de no rendirse
nunca, se indignan y se apiadan a partes desiguales y justas y que
hay justicia poética y alguien vela allá en lo alto o aquí a mi
lado. Ser postimpotente permite el pensamiento mágico
consolador.
¿Cuándo vendimos la cultura en favor
del insondable entretenimiento? ¿O solo fue un traspaso de poderes?
Recuerdo que dije una vez: el teatro es
el último reducto de resistencia humana. Ojalá lo siga siendo. Por
la esperanza. Alguien tiene que generarla en el más aquí.
No tendríamos que exasperar,
tendríamos que tener esperanza, Stéphane Hessel.
Vamos curándonos porque nacemos con
herida.
Lo dicho, el gran hospital del mundo.
Convalecientes.
Postimpotentes.
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