Titulaba
allá por 1993 el archireconocido pensador y escritor Rafael Sánchez
Ferlosio un interesante libro de ensayo de tal guisa: 'Vendrán más
años malos y nos harán más ciegos'. Mi memoria es incapaz de
recuperar el contenido y mis manos el libro porque anda en una de las
múltiples cajas que pululan por mi piso en obras. Sin embargo, el
título ahí flota. Pero lo cierto es que no me apetece hablar de
esta parálisis que se está apoderando de nosotros donde gestos de
tinte demagógico como el que hace un par de días ofrecía el
President Mas anunciando que su gobierno renunciaba a las pagas de
Navidad nos confunden terriblemente. Y no es que no deban rebajarse
el sueldo los políticos, no soy yo quién para decir lo contrario en
estos tiempos en los que la Sanidad pública peligra, la educación
anuncia mayor precariedad, como si no fuéramos ya el vagón de cola
de la Unión y la justicia sigue atascada sin red de ordenadores que
la conecte a las comisarías de toda Catalunya para detectar las
reincidencias de los delincuentes, por poner un ejemplo. Pero, ¿realmente la austeridad va a propiciar la recuperación? Me parecen
ya en sí mismas palabras absolutamente opuestas entre sí. Me
resulta tristemente simpático que este sistema capitalista atroz,
que parecía haber conseguido un Estado del Bienestar para todas las
capas de la población y realmente había aumentado el grosor de la
clase media y vivimos mejor que antes, se dirija a un comunismo obligado donde todos nos vamos
a convertir en lumpen-proletario y sólo unos pocos, corruptos o no,
van a detentar el capital. Vamos, muy parecido a lo que pasó en la
URSS, porque los de arriba sí que disfrutaban de privilegios gracias
al poder del Estado y al dinero que pillaban. Aunque en este caso el
poder del Estado se está adelgazando tanto que será una mera comparsa de esa cosa rara que llaman 'mercados' y que cuando
los mencionan los economistas que salen en la tele me parecen 'entes
dominantes no localizados' salidos de una peli de ciencia ficción
que nos obligarán a una metamorfosis kafkiana que nos alejará sin remisión de lo que, de momento, somos: personas.
A
mí todo esto me da pena, más allá de las situaciones personales
que empiezan a ser decadentes. No es la primera vez que saliendo del
super me encuentro a una persona sucia, mal vestida, con la mirada
perdida en unas cuencas profundas, el pelo más allá de lo
grasiento, que ni siquiera extiende la mano para pedir, como si
simplemente esperara a que la buena voluntad de alguien le diera una
manzana, un trozo de pan o cualquier otra cosa que llevarse a una
boca que no veo pero que intuyo no pasa por el dentista desde el
siglo pasado. Es una mirada rápida la que le echo a este hombre
pasivo que me muestra sin pudor el estado de su alma a través de su
aspecto físico y, avergonzada, sigo hacia delante y dejo atrás a
otro de los desheredados que vagan por las calles y vuelvo a pensar
que tal vez un día, no sé cuándo ni cómo, me encontraré así,
como estatua degradada ante un supermercado plagado de productos que
necesito y no puedo comprar. Algunos deben pensar, qué lástima que
no haya Olimpíadas, porque los cogerían a todos, les comprarían un
billete y los enviarían lejos durante un tiempo. Ojos que no ven,
corazón que no siente. Y ante la visión de este hombre, me hace
gracia que los políticos se abstengan de cobrar la paga de Navidad y
sigan pensando en nosotros en términos de déficit, inflación,
deuda y un montón de nominativos más que se traducen en cifras y no
en situaciones reales de la gente. También es cierto que hay
vagabundos que están fuera del sistema por voluntad propia, he leído
testimonios, incluso los he escuchado de viva voz a educadores y
educadoras sociales, pero esa cobertura llamada solidaridad no debe
perderse en favor de esa otra palabra que hace mucho tiempo habíamos
desterrado de nuestro lenguaje social, beneficencia, y que sin duda, si seguimos así volverá a existir porque no quedará otro remedio.
Por
supuesto, al focalizar la realidad en hechos concretos es imposible
que logre radiografiar el estado de las cosas y de algún modo
también yo al escribir este post estoy siendo demagoga. Pero al
menos yo salgo a la calle, miro a mi alrededor, observo a la gente y
ausculto mi/su estado de ánimo. Y dudo que muchos de los burócratas
o poderosos financieros de multinacionales se acerquen a los sitios
por donde paso, veo y trago saliva. Y el ambiente que se respira se
propaga como una especie de epidemia invisible que afecta totalmente
nuestro estado de ánimo llegando a conseguir la paralización de
algunas de nuestras iniciativas trasladando nuestro descontento a la
acción oral, a tertulias encendidas cuyas soflamas resultan tan
impotentes como a veces radicales, eludiendo así la acción física.
Personalmente he tomado algunas medidas de seguridad. No veo los
noticieros, que dirían mis amigas latinoamericanas, sigo la
actualidad a través de los diarios que procuro leer periódicamente
con especial incapié en el fin de semana que resume una vez más una consigna: 'el
mundo va mal'; y aún así se hace duro llegar hasta las secciones de
cultura, deportes y televisión, porque si una cosa tiene la edad es
que dejas de empezar a leer el diario por la última página, te
detienes en economía e intentas entender algo para averiguar qué
está pasando aunque no te enteres de gran cosa y aceptas que ya no
puedes decir aquello de 'cuando sea mayor me gustaría ser...'.
En
estos días en los que escribo mucho en mi libreta personal. Textos
titulados 'Ideas'. Algunos de lo más peregrinos, ilógicos y exentos
de la racionalidad tradicional, incluída la bienpensante, ya que he decidido dejarme llevar y
pasar un poco de la autocensura, que existe y te poda, pienso mucho en la
llegada del olvido. Cuando llegue el olvido, me pregunto, qué será
del ser humano. Ahora todavía hay personas vivas que nos recuerdan
el peligro del horror: cómo fue la guerra civil, la postguerra, el
genocidio nazi, los totalitarismos europeos, la xenofobia radical que
conllevó tantos crímenes, el exceso de presencia de la religión en
la forma de gobernar, todas esas cosas de las que la memoria nos pone
a salvo, incluso todavía vivirán muchos años los jóvenes
científicos que recuerdan exactamente dónde han ido enterrando los
residuos radioactivos que no pueden ver la luz en miles de años y
que hablan de poner estatuas en la superficie que indiquen que a 'x'
profundidad hay un cementerio nuclear, precaución por si en cientos
de años se pierden los archivos que contienen los puntos exactos
donde duerme una muerte segura del planeta. ¿Quién pondrá a salvo
nuestra memoria colectiva? Como siempre, estamos tan preocupados por
lo urgente que no vemos lo importante, lo imprescindible, el cuidado
de la casa que habitamos: la tierra.
Vaya, al final, aún no queriendo, he acabado hablando de lo mismo de siempre. Pero
no me hagáis mucho caso, haceros caso a vosotros mismos.
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