Allí
donde hay peligro surge también lo salvador, Hölderlin
Siempre
he creído que soy un ser urbanita, cosa que se desmonta
absolutamente cada vez que regreso al paisaje de los veranos de mi
infancia, al sur de Galicia. Algo en mí conecta de modo profundo con
este tempo lento cuyo tañir de campanas es el reloj que nos ciñe a
la tierra y al devenir de los días. Entonces el sueño y el descanso
se aferra a mis carnes, a mi mente y a mi alma de una manera que no
sucede en la ciudad. Y no es que me dedique a una vida contemplativa,
ni mucho menos. Leo, escribo y en ratos extraños veo un poco la
televisión que aquí adviene como un monstruo de las galletas,
cuando en la ciudad lo único que se me ocurre al llegar tarde a casa
es encender el aparato y dejar que discurra esa aparente nada que
llena de restos de basura catódica las últimas ramificaciones
despiertas del cerebro. Y soy rural, tremendamente rural en mis adentros, como si fuera otra que ya vivió aquí, hace tiempo, mucho tiempo. U otro, no lo sé. El alma sigue sin tener género.
Me
sorprende también encontrarme con un medio rural que ya no conserva
la tradición y sus creencias ancestrales, sino que como en la
ciudad, todo ha sido suplido por el dios ciencia, por el duende
tecnología y por la virgen de los medicamentos. Lo que antes se
heredaba consuetudinariamente -tanto de forma oral como
verdaderamente traspasada en lo intangible: tanto
nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de elementos que todos
estuvieron ya presentes en la serie de antepasados,
Carl Gustav Jung- o se observaba como explicaciones alternativas, caminos entrecruzados, ahora
resulta difícil de traspasar esa frontera de lo racional: o noso é xenético (lo nuestro es
genético; pero se refiere a genético físico). Y si es genético, es imposible romper la cadena. De
eso creo que va esta vida, de las cadenas que vamos rompiendo. De los
límites que vamos ampliando. No puedo decir mucho más, soy muy
ignorante y lenta en mi procesar, tanto experiencial como didáctico.
Y todavía esclava del ego, ese tirano que la sociedad occidental se
ha dedicado a engordar hasta que un día revienta y no sabemos de sus
consecuencias. A veces vamos en busca del ser y a veces nos
confundimos en la búsqueda de otras cosas menos importantes como la
gloria, dice el psiquiatra chileno Claudio Naranjo.
Un
año más, en mi correr vespertino, paso al lado del árbol quemado
que resiste en el tiempo. Este año no hay fotografías de mis
correrías por estas carreteras secundarias, me robaron mi trasto tecnólogico que las registraba, ahora solo está la clásica memoria. Mis pulmones se hinchen
de oxígeno al encarar la primera recta de bajada del primer pueblo
al que llego y contemplo las montañas negras que rompen el horizonte sin la euforia del año pasado, con falta de fondo tal vez, pero aún así la sensación es increíblemente reconfortante. Al pasar por la casa
de cerca de la curva, la de las rejas en las ventanas, aquellos hermosos y grandes perros ya no salen a saludarme. El segundo o tercer día, me
encuentro al dueño y le pregunto por ellos: no, este año no están los
perros. No indago más allá, me limito a echarlos de menos. Llegar
allí y que salieran a recibirme con aquellos ladridos de alegría y de advertencia
era un canto a la dicha de vivir. Al doblar la curva me acuerdo
también de cuando todavía no corría, hacía el mismo recorrido caminando, pues mi cuerpo era más pesado, del año once, cuando al
pasar por allí cada tarde, la piel mudada de una serpiente me
hablaba de mí misma. La recuerdo perfectamente y de algún modo todavía la veo al pasar cada tarde. Luego encaro la
subida rompepiernas de las xestas otrora quemadas, las cuatro vides
que las siguen y el viento que me da en la mejilla izquierda junto con
los rayos de sol que empieza a ponerse. Ese tramo marca el estado de fuerzas en el que
estoy. Cuando agotada, decido acabar de recorrer el último kilómetro
hasta casa caminando, hay satisfacción congratulada con el paisaje.
Estoy sola con mi palo, mi pequeña mochila y mi agotamiento sano
pero me siento tan acompañada por el mundo que algo parecido a la
plenitud se hace corpóreo. Y ya lo decía Spinoza, el cuerpo es
sabio, si se siente bien es que aquello que se acaba de realizar ha
sido bueno en todos los sentidos, si se siente mal, no ha sido bueno. Y esto vale también para las acciones morales, creo.
Si
no regresara a la tierra de mis muertos y mis muertas, mi cuerpo árbol
no generaría la savia que necesita para seguir repartiendo lo que
nace de él. Incluso las hojas que ya no necesita deben ir
acompañadas de buenos augurios.
Nunca
se llega, simplemente se está.
III
Intentar sentarse a la máquina de escribir
una cálida tarde de verano
en una mesa junto a una ventana
en el campo, intentar fingir
que tu tiempo no existe
que tú eres simplemente tú
que la imaginación se extravía simplemente
como una gran polilla, sin intención
intentar decirte a ti misma
que no tienes compromiso
con la vida de tu tribu
el aliento de tu planeta.
Intentar sentarse a la máquina de escribir
una cálida tarde de verano
en una mesa junto a una ventana
en el campo, intentar fingir
que tu tiempo no existe
que tú eres simplemente tú
que la imaginación se extravía simplemente
como una gran polilla, sin intención
intentar decirte a ti misma
que no tienes compromiso
con la vida de tu tribu
el aliento de tu planeta.
Tiempo norteamericano, de Adrienne Rich
2 comentarios:
curioso post!!! me quedo leyendote si me lo permites...
besos.
pd. te dejo una taza de cafe por mi rincon...
Pase y lea, usted, señorita, hay tanto que seguramente se cansará ;)
p/d gracias por esa taza de café! saludos afectuosos
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