A veces hay un abismo entre lo que pensamos y sentimos interiormente y lo que decimos, hacemos y demostramos en eso que llamamos realidad. Es ahí donde se produce la neurosis del hombre y la mujer modernos. De eso va un poco la obra que vi el otro día en la Sala Muntaner, una comedia rayando la farsa titulada ‘Kvetch’ de Steven Berkoff.
Esto me hace pensar en esa hipocresía a la que nos vemos abocados a cada paso que damos. Considero que hay una hipocresía necesaria que es la que tiene que ver con la educación y el respeto. Y otra que está más cerca de la mentira que hace daño.
Hay días en los que me gustaría salir desnuda a la calle y simplemente gritar. Un grito de liberación, o un grito de desesperación. ‘Sólo los niños y los borrachos dicen la verdad’. Esa afirmación, si te paras a analizarla, es un poco triste. Los demás mentimos. Como mecanismo de defensa o de supervivencia, que al final casi es lo mismo.
Escupir verdades es algo destinado a los valientes, a los temerarios y a los imprudentes. Los demás siempre vamos con cuidado, no vaya a ser que una de esas verdades que silenciamos se convierta en una bola de nieve imparable que arrase, cual alud, a todos los esquiadores de la hipocresía que bordean la montaña.
Claro que qué es la verdad. Supongo que algo inexistente. Porque poseerla sólo es un instante fugaz. Una luz pasajera que nos toca con su varita mágica para luego desvanecerse. Huyamos pues de la iluminación permanente, casos en la historia de la humanidad hay para desconfiar. ¿Qué es mejor el creyente o el escéptico? Menos mal que no se trata de escoger porque sino estaríamos perdidos. En el camino hay momentos para todo, para creer, para desconfiar, para inventar…
En estos tiempos de oscuridad intermitente hasta la razón se resiente.
Ojalá consiguiéramos vivir sin estar en contra de algo, siendo simplemente. Creo que ese es el reto, sin embargo, ahora mismo me parece imposible.
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