Atrapados en la realidad, como peces en su pecera. De tanto en tanto soltando una burbuja. Los días de suerte la burbuja tiene color naranja. O azul. Sí, me gusta más el azul. El azul centra, relaja, ausenta los fantasmas.
Luego el anzuelo que se planta ante mis ojos abombados que hacen presión contra el agua con la intención de ver más allá. El anzuelo que muestra el dolor del gusanito que todavía se retuerce y mi atracción inevitable hacia su cuerpo curvilíneo. Y ese pensamiento de alivio: no, no puede ser, mi ama me cuida, no puede querer comerme.
La aguja afilada clavándose en eso que yo llamo esófago a imagen y semejanza de los que veo a través del cristal de la pecera, pero que se llama de otra manera que nunca me han explicado. Sangro, estoy sangrando y el agua se tiñe de fin.
El niño pequeño ha metido la mano para rescatarme pero la herida es demasiado grande. Oigo música y me pregunto si los peces seremos invitados al paraíso.
De pronto todo desaparece y un sabor afrutado recorre mis instintos.
Sin saber cómo, recuerdo todas las burbujas que he sido capaz de crear desde que salí de la hueva que puso mi madre en no sé dónde porque hasta ahí no llego. Y un odio involuntario se posa en el paladar del niño de mi ama porque él vivirá y yo muero.
Después todo está tan oscuro, tan oscuro, tan oscuro.
Y yo ya no soy yo.
Me como un pececillo de agua dulce que está sufriendo porque no puedo ver sufrir a ningún ser vivo.
- Mamá, mamá, corre, Pim ha desaparecido de la pecera – lloro mucho, yo quería a ese pececillo, hablaba siempre con él y él me miraba tan entusiasmado, siempre me hacía más caso que los mayores.
El llanto arranca una promesa de mi mamá: compraremos otro, cariño, no te preocupes, es que Pim era un pez mágico capaz de hacer desapariciones. Igual vuelve, le digo esperanzado a mi mamá. Eso, igual vuelve, dice mi mamá y me da un beso. Y todo de nuevo está tan oscuro, tan oscuro, tan oscuro.
Al final, siempre atrapados en la realidad.
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