Es curioso, en la batalla -si es que la hubiere- mente – cuerpo, al final siempre acaba ganando el cuerpo. La mente puede ir muy rápida pero el cuerpo va al ritmo real, al que es posible, no al del sueño o fantasía. ¿Será que seguimos siendo niñas? Porque cuando niños, nos parece que todo lo que pensamos puede convertirse en realidad, y es cuando nos hacemos mayores que vamos asumiendo nuestras limitaciones.
A veces, se nos ocurre dejar de soñar como método para sobrevivir a la vida que pensamos nos ha tocado vivir. Pero a mí me gusta pensar que todo puede cambiar algún día, no por arte de magia sino por arte de voluntad, trabajo y esperanza. Siempre y cuando esta voluntad, trabajo y esperanza no representen una presión añadida, un opresión asfixiante. Sufrimos cuando perdemos la ilusión. Aunque por ejemplo en filosofía zen uno de los rasgos es raparse la cabeza al cero para cortar las ilusiones que suelen ser fuente de frustraciones. ¿Tan alto es nuestro sueño que más dolorosa será la caída? ¿Antes les llamábamos sueños y ahora son ambiciones? ¿Resignación y rendición o descanso para renovar fuerzas y volver con ímpetus más revolucionarios? ¿A quién queremos ganar? Cuando me hago todas estas preguntas, procuro no perder de vista mi motor: divertirme. Si no me divierto, algo no funciona.
Ahora mi cuerpo da señales de freno y a momentos mi mente se resiste, aunque sabe que la sabiduría del cuerpo es milenaria.
Miro las tortuguitas de las estanterías y me doy cuenta de que su caparazón y su paciencia saben más de la vida que mi locura perruna y mi entusiasmo alocado.
Invito a soñar descansando. Incluso durmiendo.
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