Mi infancia son recuerdos de un patio de guardería con sillas azules escalando las paredes de los sueños y un auteiro regado de niños jugando a las pistolas que matan de mentira, además de muchos olvidos. Porque aunque en la vida los olvidos no suelen durar, en la mía van y vienen y no se detenienen y qué sé yo.
Recorrer las calles cambiadas, regresar a los rostros con canas de los compañeros del colegio, a la risa de la vecina montando una tele, al saludo de aquel hombre que ni le cambia la voz ni el rostro cuando pronuncia tu nombre Paula y reconocer el pasado de tus padres en pieles e idiomas de otros colores, tu propia historia en ese niño que te dice guapo porque reconoce tu voz en el umbral de la simpatía, reconforta el dolor de la memoria cuando se escurre por los desagües del imperioso presente. Ese que tantas veces nos lleva, nos eleva y nos rastrea con su hocico de perro alocado cuya llegada del amo es más que la aparición de la llama de la sabiduría o incluso que la divinidad impartiendo justicia poética en el mundo. Y es que Santa Coloma mola. Es chanante.
Incluso sus domingos al sol tienen un sabor dejà vu que se imprime en la misma vida vivida, ahora recién repintándose la escalera que se inundó de lluvia roja y escarchó los recodos que guardaban la estela de las múltiples noches en que se vuelve a la habitación donde se jugaba a escribir.
La primavera ya no tiene escarcha, es cierto.
Nunca se sabe lo que se ama la belleza hasta que se descubre como última etapa en tránsito hacia lo real. Y lo real es bello por definición.
Santa Coloma chanante, confluencia de mundos, destino y parada de autoestopistas de la imaginación, el trabajo duro y los sueños in blue de ballenas que donan sus géisers de buenaventura a sus curvas montañosas desde el Mediterráneo. Y es que a veces, el Mare Nostrum fluye por la tierra invisible que lo cuida desde la lejanía de la orilla.
(*) Instantánea tomada en el patio Masfonollar, Santa Coloma de Gramanet.
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