Para tirar el contenido de todas esas
cajas del garaje que han estado ahí por más de ocho años, entro en
diálogo conmigo misma:
-¿Las has echado de menos todos
estos años?
- No.
- Entonces, no las necesitas:
tíralas.
- Antes tengo que abrirlas.
- Vale, pero cuando dudes, tira. Esa
es la regla.
Abro las cajas en mitad del comedor y
veo las carpetas, los dossiers, los recibos, los poemas, las copias de obras de
teatro, las cartas, los manuscritos y las libretas. Lo que más me cuesta son
las libretas. Y sin embargo, el otro día rompí más de cien folios
escritos a mano de una de las épocas de crisis en dos mil diez.
Quizás lo necesario sería una mano inocente. Alguien que me dijera:
- No te preocupes. Quédate leyendo
en casa. Esto lo arreglo yo en un periquete.
Y como no las echo de menos ni las
echaré de menos porque en verdad no necesito nada del contenido de
esas cajas, esa mano inocente prende una gran hoguera y lo tira todo
allá dentro, sin miramientos. Luego viene a verme y me dice
sonriente:
- Ya está. No queda nada. Descansa y empieza de nuevo.
Lo que más me fascina al abrir las
cajas y romper páginas y páginas y páginas es cómo en su momento
todo fue tan importante, tan imprescindible, tan esencial, tan vital. A lo mejor
estoy madurando. A lo mejor he comprendido que de aquí no me voy a
llevar nada, como dice la canción de Ana Belén, me iré desnuda
igual que nací.
Quizás en un tiempo, todas las
libretas que sigo rellenando, que son mas bien descarga, que no le
sirven a nadie más que a mí en mi momento actual, alguien ya
envejecido, puede que yo misma, volverá a abrir las cajas de hoy y
ya no necesitará de mano inocente sino que con arrojo y desparpajo
prenderá la hoguera purificadora y lo lanzará todo a las llamas.
Cuánto tiempo, cuántos días, cuántas
noches, cuántos meses, cuántos años en papeles ya rotos.
Escribir para la hoguera. Me parece un
buen título.
Ahora toca seguir. En lugar de hoguera, contenedor de papel.
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